Notas sobre ciudadanía sexual: el derecho al aborto y la ciudadanía de las mujeres en el debate argentino

Por Alejandra Ciriza
Investigadora del CONICET
INCIHUSA – CONICET – FCPyS – UN de Cuyo
Mendoza – Argentina

«En esta lucha está en juego nuestra propia dignidad -por eso decimos que no es una simple reivindicación- es no ser consideradas como cosas, sino como seres humanos dispuestos a vivir una vida digna de ser vivida».
Dora Coledesky, feminista argentina, Comisión por el Derecho al Aborto.

Alejandra_CirizaEn este trabajo procuro realizar un análisis de la forma bajo la cual retorna al debate político la cuestión del aborto en la Argentina, 30 años después de que el derecho a interrumpir voluntariamente los embarazos no deseados fuera conquistado en los países centrales. A 30 años de la legalización del aborto en muchos de los países centrales, el asunto se constituye en un tema relevante en las agendas de las feministas latinoamericanas y en un asunto central en la querella por la ciudadanía de las mujeres y los alcances y límites de la democracia. Ello se debe a que el aborto, considerado como un derecho ciudadano decisivo para las mujeres pues registra en el orden político las diferencias entre los cuerpos sexuados de los sujetos, está penalizado en distintos grados en la mayor parte de los países latinoamericanos – con la excepción de Cuba, donde el derecho al aborto fue logrado en 1956- y a que es una de las principales causas de muerte gestacional en la región (Chiarotti, 1998).[1]

El modo como el asunto del aborto ha sido tratado, y la posibilidad de tratarlo como una cuestión de debate político depende de los umbrales de tolerancia del patriarcado, y éstos han variado y varían en cada formación social específica. Si bien siempre ha habido políticas sexuales, ellas no han sido siempre explícitas, sino que han sido presentadas bajo otras formas: a menudo como si se tratara sólo de políticas demográficas, o bien como políticas de salud, neutras en lo relativo a las consecuencias políticas de las diferencias entre los sexos[2]. El asunto de las significaciones políticas de los cuerpos sexuados se liga, la mayor parte de las veces, sólo a los avatares de las vidas personales de los y las sujetos, relegándolas a las zonas impolíticas y despolitizadas de lo psicológico o lo íntimo. La referencia a la sexualidad, cuando aparece, lo hace de un modo debidamente naturalizado, cuando se conmina a las mujeres, aparato del estado mediante, e incluso intervenciones de organismos u organizaciones internacionales, a parir o no hacerlo. Ejemplos sobran: el plan Mac Namara de ligaduras tubarias compulsivas practicadas en los países andinos o en el Brasil ante lo que, desde los gobiernos de los países centrales, era percibido como la “amenazante presión demográfica del tercer mundo”, tal como sucedió en los albores de los años 70, una percepción que combinaba sexismo, racismo e imperialismo en distintas dosis. También el horror Malthusiano ante el crecimiento “desproporcionado” de los pobres en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX, o las políticas pro- natalistas, entre ellas el ejemplo más cercano fue el del gobierno de Isabel Perón que prohibió por el decreto 659/74 (conocido como “decreto López Rega”) la venta de anticonceptivos.

Sostendré que si el debate acerca del derecho al aborto retorna hoy, lo hace en condiciones profundamente transformadas respecto de aquellas que hicieron posible la conquista del derecho a abortar en los años 60 y 70 en los países centrales. No sólo se trata de las distancias entre centro y periferia, sino de un profundo cambio del escenario político, que hace posible que la demanda por el derecho a abortar se ubique de manera preferencial en el terreno de las políticas de salud. En este sentido, se argumenta que si el aborto no se legaliza la muerte gestacional continuará provocando estragos. También los debates legales -tanto la batalla por las leyes como los muchos combates en torno de los mecanismos jurídicos de aplicación de las leyes ya existentes y de la reglamentación de las recién conquistadas- han adquirido una enorme relevancia. A menudo las feministas procedemos como si en el jeroglífico de la ley se hallara la clave del acceso al derecho al aborto, sin embargo la conquista del derecho a decidir como derecho ciudadano implica un plus, que excede la cuestión de la salud o de las leyes.

En un contexto en el cual las estrategias esperables parecen orientarse en función de esta doble coordenada se han producido transformaciones que es preciso considerar: la significación de las biotecnologías en lo referido a la separación entre sexualidad y reproducción ha cambiado, y el clima social, ideológico y político es muy diferente del que se respiraba en los 60 y los 70.

Si bajo las condiciones actuales la cuestión del aborto es susceptible de ser tratada en el marco de lo que se ha dado en llamar los derechos sexuales y reproductivos como derechos ciudadanos de las mujeres, es preciso tomar seriamente, por decirlo a la manera de Betânia Avila, que ello implica una ampliación de la noción de ciudadanía (Avila, 1999:57-83), un ensanchamiento del horizonte político por cuanto hablar de derechos sexuales conlleva tener en cuenta otros sujetos y otros asuntos de desacuerdo y conflicto que hacen visible el punto de articulación entre política y sexualidades, entre cuerpo y política[3]. Las intervenciones de las feministas en el espacio público, la puesta en discurso de la demanda por derechos específicos ligados a las consecuencias políticas de las diferencias entre los sexos ha permitido advertir hasta qué punto se trata de un asunto de disputa política y no simplemente de una decisión técnica o de un asunto sólo íntimo, individual y subjetivo. Se trata pues de un conflicto político que excede con mucho las subjetividades individuales aún cuando, como pocos, las involucre.

Las feministas han batallado desde hace largo tiempo (desde el siglo XVIII en adelante) para que las consecuencias políticas de las diferencias entre los sexos fueran consideradas como un asunto de debate político. Uno de los puntos clave para dilucidar la pregunta sobre las razones por las cuales de las diferencias corporales derivan desigualdades políticas, el nudo donde se articula la cuestión de la forma de organización del espacio político moderno y la exclusión de las mujeres, es el modo como las sociedades regulan y simbolizan las relaciones entre política, sexualidad y reproducción, un modo paradojal por el cual las consecuencias políticas de las diferencias entre los cuerpos son consideradas como si fueran políticamente irrelevantes. Si a lo largo del Siglo XIX y del XX se fue produciendo un largo proceso de individualización y disolución de antiguos lazos y organizaciones comunitarias, tanto en las sociedades europeas como americanas, lo cierto es que, la “individualización” fue en medida nada menor masculina e implicó la habilitación para incorporarse al mundo del trabajo asalariado, el saber y la política, a la vez que para las mujeres significó, en términos mayoritarios, la reclusión en el espacio privado y doméstico, un espacio que Celia Amorós llamó de las idénticas (Amorós, 1991). Prácticas, rituales, imaginarios, discursos repitieron de manera recurrente la idea de que para todas las mujeres había una suerte de destino preestablecido de domesticidad y reproducción biológica de la especie, un destino apartado de la política. Los dispositivos fueron múltiples: desde la exclusión expresa del derecho de voto hasta la construcción de un entramado de relatos que ligaron el deseo femenino a un destino de domesticidad, como ha señalado Nancy Armstrong (1987:22). Lo cierto es que la organización política moderna estuvo sostenida sobre la base de la escisión entre las formas del deseo humano y las formas de la política, o por decirlo en las palabras de Jean Vogel por la idea de una política neutralizada, desasida de toda forma de corporalidad, ajena por completo a la encarnadura real de los sujetos. La base de esa operación de sustitución imaginaria de los sujetos políticos por individuos abstractos se basó en la exclusión de las determinaciones corporales de los sujetos, y desde luego en la exclusión de las mujeres, consideradas como una amenaza para el orden (AAVV, 1996).

La escisión entre un espacio público masculino y masculinizado y un espacio privado asignado a las mujeres produjo efectos políticos tanto sobre los unos como sobre las otras. La politización del mundo público se vio acompañada, cada vez más, por la despolitización de lo privado, la racionalización del mundo público por la sentimentalización de lo privado y por la construcción social de un destino (que por añadidura se presentaba como “natural”) de maternidades ininterrumpidas para las mujeres, o al menos para un grupo de mujeres: las destinadas a esposas. Al parecer, sexualidad y reproducción estaban soldadas, constituían el hado ineluctable marcado por la biología. La maternidad se iba organizando, tal como más tarde supo verlo Adrienne Rich, como una institución “cuyo objetivo es asegurar que ese potencial- y todas las mujeres- permanezcan bajo el control masculino. Esta institución ha sido la clave de muchos y diferentes sistemas sociales y políticos” (Rich, 1986:47).

De allí la centralidad del debate en torno de las consecuencias políticas de las diferencias entre los sexos en el terreno de los derechos de ciudadanía, de allí la relevancia de una relectura acerca de en qué consiste ser una ciudadana, del ensanchamiento que incluye, entre los derechos de ciudadanía, los derechos sexuales y reproductivos como derechos universales, y para las mujeres, como derecho específico, el derecho al aborto.

1. El derecho al aborto en los años 60. La “inversión” feminista

El feminismo de la segunda ola produjo una profunda conmoción: puso en escena el carácter político de lo personal e hizo de la cuestión de la sexualidad y el aborto uno de los nudos centrales de su lucha política. Los debates acontecían en el clima agitado de finales de los 60, cuando la edad de oro del capitalismo había arrojado como uno de sus frutos una enorme transformación en las sociedades centrales que dio lugar a lo que Hobsbawm llama las revueltas juveniles, cuando jóvenes educados descendientes de campesinos en su mayoría, que accedían como primera generación a la educación universitaria soñaban, bajo el horizonte promisorio de “bienestar y democracia“ crecientes, con un mundo mejor (Hobsbawm, 1995). Un mundo que podía ser transformado por revolución, por reforma, por revuelta, un mundo que, para evitar el sabor amargo de la burocracia soviética debía ser cambiado desde la raíz: en la vida cotidiana. El imperialismo retrocedía en Vietnam, los colonialistas europeos se retiraban de África y Asia. Luego de Cuba, se pensaba, la revolución acontecería en América latina… sólo era cuestión de esperar, pero también de actuar.

Una cierta inocencia respecto de las biotecnologías generaba la expectativa de que las píldoras harían de las mujeres las dueñas de sus cuerpos, emancipadas de la biología y del destino de maternidades repetidas y casi inevitables. Sin lugar a dudas en esos años excepcionales se abrió la posibilidad de instalar la reivindicación del derecho al aborto bajo una cierta iluminación de época que hacía posible poner en circulación la demanda de una manera radical. Como dice Giulia Galeotti, las feministas de los 60 llevaron a cabo una verdadera una inversión destacando a las mujeres como término privilegiado en la relación (Galeotti, 2004) instalando en el espacio público y como un asunto de derecho de las mujeres la separación entre sexualidad y reproducción, reivindicando el derecho al propio cuerpo, expropiado por la lógica de dominación del patriarcado. En esos años el derecho al aborto fue obtenido por las italianas, en 1978, con un proyecto de ley elaborado por Giovanni Berlinguer (Santucho-Berlinguer, 1994; Ergas, 1990). En los años 70 las salopes, en Francia, irrumpieron en el espacio público narrando sus experiencias personales, poniendo palabra a lo silenciado durante mucho tiempo. Desde Simone de Beauvoir en adelante reconocidas intelectuales y militantes declararon haber abortado, entre ellas Gisèle Halimi.

La ley Veil consagró para las francesas el derecho a abortar en 1975 (Le Naour et Valenti, 2003). En 1973 el fallo de la corte norteamericana en los célebres casos Roe vs. Wade y Webster vs. Servicios de Salud Reproductiva abrió las puertas para la legalización del aborto en EEUU (Fernández, 2002). El terreno privilegiado del debate norteamericano, consecuente con las tradiciones políticas y jurídicas de ese país, se centró en los aspectos legales y éticos ligados al aborto. Es sin embargo relevante traer a la memoria el Colectivo Bostoniano por la Salud de las Mujeres, que a fines de los años 60 sistematizaron sus experiencias como mujeres: el registro del cuerpo, del aborto, de la maternidad, la menopausia tal como ellas mismas las vivían. El resultado fue la publicación de un libro, Our bodies, ouselves, que tuvo eco en otros colectivos de mujeres. En 1977 se publicó Notre corps, nous mêmes, una suerte de adaptación francesa de la experiencia norteamericana (Bizos- Cormier et al, 1977; Boston Women’s Health Book, 2005).

Es de señalar que en la Argentina de los años 70, si bien la cuestión del aborto era un asunto tematizado entre mujeres feministas y educadas, no constituía un tema de la agenda política, aún cuando afectara a miles de mujeres. Si bien había feministas en la Argentina (en ese año se constituyó la Unión Feminista Argentina [UFA}) las condiciones históricas y sociales de entonces permitieron muy escasamente el ingreso de la temática como parte de la agenda política (Calvera, 1990; AAVV, 2005). A ello contribuyó en parte el alto grado de conflicto social y político-militar de la década, la existencia de otros ejes de confrontación que ocupaban el centro del escenario político, y las políticas llevadas a cabo desde el gobierno, que dejaban un magro espacio para el ingreso de una demanda percibida como particularmente revulsiva en una sociedad en la cual las mujeres han sido enaltecidas por sus capacidades maternales. Si muchas mujeres abortaban, de eso no se hablaba.

2. Treinta años más tarde, el aborto como derecho ciudadano. Notas sobre el caso argentino.

A más de 30 años del logro del derecho al aborto en los países centrales, la demanda por el derecho al aborto como derecho de ciudadanía cruza los movimientos feministas y de mujeres en América Latina. Sin embargo existe una diferencia entre el modo como la cuestión se situaba en el debate público en los países centrales durante los años 60 y 70 y los tiempos que corren, tras el final del siglo XX. El horizonte actual combina nuevas coordenadas: por una parte para nosotras, latinoamericanas, la reivindicación del derecho al aborto se da enmarcada en el contexto del debate por la ciudadanía de mujeres, tal como éste se presenta a la luz de la herencia de las dictaduras del Cono sur y de los años en que imperaba lo que se ha dado en llamar el “pensamiento único“; en segundo lugar se ha producido una transformación en lo relacionado al lugar de las biotecnologías, que continúan acentuando la escisión entre reproducción y sexualidad; en tercer lugar el terreno está marcado por el retorno de los fundamentalismos, entre los cuales es de señalar (por su impacto en América latina y en Argentina) el fundamentalismo católico.

Quienes hoy dan la batalla por el logro del derecho al aborto legal, seguro y gratuito como derecho ciudadano de las mujeres lo hacen, en el caso argentino, en un contexto cruzado por otras tensiones. La idea de “aborto libre y gratuito”, por ejemplo, ha sido desplazada por la idea de aborto legal, seguro y gratuito en un clima político marcado por el retorno de la democracia tras la larga noche del terror que dejó para la sociedad argentina una profunda traumatización subjetiva y una brutal reestructuración económica. Si la cuestión de la democracia se transformó en un asunto significativo y valioso, el clima de la época y la herencia dictatorial hizo que se produjera, de forma insensible, el borramiento de un viejo tema: el de la relación entre democracia e igualdad, en un contexto de aumento exponencial de las desigualdades (Strasser, 1999). La democracia de la que se trataba distaba de los ideales republicanos – democráticos para inscribirse en una concepción que tendía a poner cada vez más énfasis en los aspectos puramente procedimentales. La paradoja consiste en que es precisamente bajo el signo de tales democracias, en el marco de un proceso de retirada del estado y de desmantelamiento de las garantías estatales de los derechos ciudadanos del conjunto de la ciudadanía, que se produjo también un proceso de ampliación de los derechos formales de las mujeres y se hizo lugar a “oficinas mujer” en el seno del Estado[4]. Al mismo tiempo que la cuestión de las mujeres ingresaba como tal al aparato del Estado, la lógica privatizadora del capitalismo tardío, como he sostenido en otros trabajos, afectaba la administración de la naturaleza y también la administración de los derechos de los ciudadanos, transformados en servicios accesibles en función del lugar que se ocupe en lo que Salvatore Veca ha llamado el club del mercado (Veca, 1995: 117-125, Ciriza, 2006).

La breve primavera democrática, acosada por la sombra del autoritarismo y amenazada por el aumento de las desigualdades, trajo la convicción de que todo debía revestirse de un tono moderado, incluso módico. En el escenario internacional hubo para las mujeres, durante el transcurso de la llamada década de la Mujer y en los años 90 muchos acontecimientos: desde la CEDAW (Convención sobre Eliminación de toda forma de Discriminación contra la Mujer, por su sigla en inglés) y las conferencias de Beijing y El Cairo, procesos de trasnacionalización, onegeización, institucionalización y hasta un cierto proceso de burocratización. Hubo academización y muchas transformaciones, incluidas las terminológicas: pasamos, por ejemplo, de mujeres a género. Los cambios trajeron consigo dilemas impensados para los años 60 y 70: los efectos de la institucionalización sobre un movimiento tensado ahora por la necesidad de hallar un lenguaje abstracto para inscribir sus reivindicaciones (el de los derechos, el de los organismos internacionales, el de la academia y el de las cortapisas impuestas por la necesidad de apelar a la opinión pública y construir consensos) y sus viejas tradiciones iconoclastas, aún presentes, que apelan a la experiencia compartida de las mujeres, al testimonio en primera persona, a las manifestaciones callejeras [5].

El terreno de los años 80 era, en Argentina, sensiblemente diverso del de los años 70 también en lo relativo a la visibilidad política de las feministas y el movimiento de mujeres, pues éstas últimas habían tomado un lugar en el espacio público no sólo por presión internacional, sino también por el protagonismo adquirido en la resistencia a la dictadura (Ciriza, 1997). El panorama se presentaba complejo y contradictorio: si las mujeres adquirían protagonismo, la cuestión de sexualidad y lo que comenzaba a llamarse derechos reproductivos hallaba un terreno previamente marcado por la tradición pronatalista del Estado argentino, a lo que hay que sumar el peso político y social de la cúpula de la Iglesia católica local, de tradición notablemente conservadora [6]. Lo cierto es que, recuperada la democracia, el gobierno radical derogó el marco legal existente mediante el decreto 2298/86, que reconocía a las parejas el derecho a decidir la cantidad de hijos, el momento, y el espacio intergenésico deseado. Sin embargo las posibilidades de obtener la legalización del aborto eran mucho más estrechas que las de las salopes.

Durante los años 80 y 90 el debate discurrió por carriles aún más atenuados. La polémica por los derechos sexuales se fue sutilizando. Se hablaba de “derechos reproductivos”, de “salud reproductiva”, de “paternidad y maternidad responsable”, muy pocas veces de sexualidad. El silenciamiento de la lucha por la despenalización y la legalización del aborto, cuando no la lisa y llana renuncia a siquiera nombrar la urticante cuestión se debió a una serie de elementos concurrentes. En la Argentina, a diferencia de lo que ocurre con otros países, el logro de derechos civiles no es sencillo, y el derecho al aborto no es una excepción, pero además la Iglesia católica y grupos de civiles fundamentalistas lograron un decisivo triunfo ideológico-político con la instalación de la equivalencia entre «lucha en favor de la despenalización o legalización del aborto» = «lucha a favor del aborto». El deslizamiento de sentido que equiparó aborto a cultura de la muerte, y el posicionamiento de estos sectores como defensores de la vida, instaló en el debate público una polaridad difícil de desmontar entre “antiabortistas pro-vida” y ”abortistas”, como han sido calificadas quienes defienden la legalización y /o la despenalización del aborto. La apelación a la vida, a la imagen de la maternidad esplendorosa, a la fragilidad de los inicios de la vida humana, y la asimilación entre aborto y asesinato, son armas poderosas que han dado a estos grupos la iniciativa en el debate [7].

Bajo la presidencia de Menem el umbral de tolerancia ante las demandas de las mujeres se estrechó: el ejecutivo pretendió, con ocasión de la reforma constitucional de Santa Fe y a través de la introducción de la llamada “cláusula Barra”, cerrar toda posibilidad de legalización e incluso de despenalización del aborto.

La cláusula Barra buscaba garantizar el derecho a la vida desde el momento de la concepción como derecho constitucional. Sólo la resistencia civil encarnada por organizaciones no gubernamentales de mujeres, como el Foro por los Derechos Reproductivos y un grupo de activistas feministas, nucleadas en Autoconvocadas por el Derecho a Decidir, pudo detener lo que hubiera significado incluso la eliminación de los escasos resquicios legales existentes: el artículo 86, inciso 2 del Código Penal. En los conservadores años 90 la sexualidad inducía miedo, y el reclamo de derecho a abortar como derecho ciudadano de las mujeres reinstalaba la cuestión de la no equivalencia entre reproducción y sexualidad. Si bien las cifras de aborto no hicieron sino aumentar; como alguna vez dijera Mabel Bellucci, en nuestra sociedad no importa que las mujeres aborten, lo importante es que no conquisten el derecho a abortar (Bellucci, 1994). El aborto en condiciones sanitarias aceptables es “privilegio” de algunas, las que pueden pagarlo, aún cuando pese sobre la práctica el carácter clandestino, lo cual desde luego no es un asunto menor. Para las mujeres de sectores populares se trata lisa y llanamente de correr un riesgo en el que se transita a menudo en el borde entre la vida y la muerte. Es precisamente este riesgo, traducido en hospitalización por abortos mal practicados, y el aumento de las muertes gestacionales, lo que ha colocado el debate en el terreno de la salud pública reintegrándolo de modo paradojal al campo de las políticas demográficas, y más específicamente al campo de la salud [8].

En ese contexto la lucha por el derecho al aborto no es sólo uno más de las asuntos que hacen a la ciudadanía de mujeres, sino un nudo estratégico para una ciudadanización de mujeres con cara feminista, una ciudadanía entendida en sentido republicano –democrático que apunte a la defensa de la igualdad de los sujetos teniendo en cuenta sus efectivas condiciones de existencia, una ciudadanía republicana y democrática para más sujetos que garantice, efectivamente, la igualdad y la libertad: el derecho de las mujeres para decidir sobre sus propios cuerpos en libertad, así como la garantía de un estado capaz de respetar tales decisiones y asegurar que ellas puedan realizarse en igualdad de condiciones para todas.

La conquista del derecho a abortar constituye, como ha dicho Geneviève Fraisse, el habeas corpus de las mujeres, la inscripción en el orden simbólico, de la diferencia entre sexualidad y reproducción y del derecho de las mujeres a disponer libremente de su cuerpo, como sujetas autónomas y ciudadanas libres (Fraisse, 2001: 271-279).

Bibliografía Citada

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[1] La categoría habitual en los estudios demográficos es mortalidad materna, definida como la muerte de una mujer en algún momento del embarazo, el parto o el puerperio.La Red Nacional de la Mujer, en 1994 propuso el término mortalidad gestacional, pues muchas mujeres que mueren en el proceso de gestación es porque no quieren ser madres y por ello recurren al aborto aún en las peores condiciones (Domínguez y otras, 2004: 53).

[2] Los grandes temas de las políticas poblacionales son la fecundidad, la salud, las migraciones, la estructura de la población por edad. Si bien, como es visible, las políticas de población se traducen a menudo en políticas pro o antinatalistas que involucran a las mujeres, ellas no les otorgan el poder de decidir ni la palabra: es el Estado el que decide.

[3] Utilizo la noción de desacuerdo en el sentido en que la usa Rancière, es decir: se trata de un debate donde los puntos de tensión no obedecen tan sólo a cuestiones de discurso, no se trata sólo de malentendidos, sino de desacuerdos, de la clase de conflictos que habitualmente se deciden en función de las relaciones de fuerza existentes en una sociedad (Rancière, 1996).

[4] En 1987, como producto de la presión ejercida por muchas feministas, entre ellas Zita Montes de Oca se creó, por decreto del Poder Ejecutivo N 280/87 la Subsecretaría de la Mujer. (Montes de Oca, 1997: 25-46). El cargo fue ocupado por la propia Montes de Oca, una feminista reconocida. La subsecretaría se trazó objetivos ambiciosos y críticos. Su suerte no fue de las mejores: el menemato arrasó con ella, como con muchos otros proyectos.

[5] En 1997Dora Coledesky organizó una campaña, inspirada en el Manifiesto de las 343 Salopes que se publicó en Tres puntos El artículo, titulado “Por primera vez veinte mujeres se atreven a decir yo aborté” recogía testimonios en primera persona. Entre quienes testimoniaron en aquella ocasión estuvieron, entre otras,Tununa Mercado, Graciela Dufau, Divina Gloria, Beatriz Sarlo. Laura Klein, Eva Giberti, Martha Rosenberg apuntaron reflexiones sobre el tema (Yo aborté, 1997: 90-105).

[6] En 1974 el decreto 659, de gobierno de Isabel Perón había dispuesto la restricción de la venta de anticonceptivos, en 1977 la dictadura emitió el decreto 3938, que afirmaba la “necesidad de eliminar las actividades de control de la natalidad”.

[7] Laura Klein, señala que si bien la cuestión del aborto está ubicado en el apartado correspondiente a los delitos contra la vida no hay, en la letra del código, equiparación entre aborto y asesinato (Klein, 2005).

[8] Dos estudios, uno encarado por el CEDES y otro elaborado por un grupo de especialistas vinculadas a la Campaña por el derecho al aborto analizan las cifras de mortalidad gestacional en Argentina y la situación del aborto en Argentina. Para Mendoza existe un trabajo, realizado por Carlos Cardello, que investiga sobre los efectos de las deficiencias del sistema de salud sobre la salud sexual y reproductiva de las mujeres (Ramos y otras, 2004; Domínguez y otras, 2004, Cardello, 2005).

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