Por Simón Mas (El Bolsón, Río Negro)
Tenía 17 recién cumplidos. Mi amiga 16. Teníamos los mil pesos de esa época provistos por un conocido abogado que no era su padre y menos, quería ser abuelo. Rico él. Teníamos el dato que nos había pasado el ginecólogo de la mansión del pueblo del Gran Buenos Aires donde crecíamos. Era una casa quinta medio abandonada en las afueras de una ciudad vecina. Fuimos en el Fiat 600 blanco de mi madre sin registro de conducir que yo había conseguido prestado por unas horas con alguna mentira piadosa. Llegamos temprano a la cita hablando de otra cosa. Ninguno de los dos sabíamos a dónde nos estábamos metiendo, tampoco con quien íbamos a encontrarnos al otro lado de la puerta. La casa no era de lo más limpia ni lo más ordenada que se pueda esperar para este tipo de prácticas. Nos recibieron dos personas vestidas de particular, nos saludaron con la mano, contaron el dinero y se fueron con ella para las habitaciones. Me senté en un living de mal gusto y cortinas herméticamente cerradas donde me habían dicho que podía esperar ojeando unos diarios viejos y mirando la puerta de salida. Pero necesité salir. No recuerdo cuánto tiempo estuve caminando por el jardín tratando de pensar lindo mientras me escondía de la mirada inquisidora de los vecinos. No era época de celulares como para pasar el rato con música o llamar a alguien por cualquier cosa. Y la trajeron en brazos, dormida, me ayudaron a sentarla o acostarla en el asiento de atrás. De ahí a dar vueltas en un auto que recalentaba haciendo tiempo para que balbucee sus primeras palabras y saber que estaba bien para, aún media débil, dejarla en la puerta de su casa como si nada. Y hasta mañana y después hablamos. Pero de eso, de esa tarde, no se habló más.
20 años después vivo en la Cordillera de los Andes. Una francesa de 24 años está embarazada en medio de un viaje mochileando por Latinoamérica. Sorpresa para una nacida y criada con aborto en el sistema de seguridad social, se desayuna por la ecografista de la ilegalidad de la práctica. Y el viaje ya no importaba tanto. Siempre quedaba volver a casa o Guyana a practicarlo. La dueña del camping fue una de las que había prometido averiguar, pero el dato estaba desactualizado. De lejos un changa podando una enredadera le chista. Previa disculpa por haber escuchado, le pasa el celu que turnamos. Al día siguiente nos encontramos en una parada de colectivo. Habla muy poco español pero trae a su amiga que se defiende. Le cuento del misoprostol y de socorristas en red y con lágrimas en los ojos me pide que necesita pensarlo. Al otro día estaba lista para hacerlo. Tenía un celular prestado para estar comunicados y una habitación reservada en un hostel frente a la guardia del hospital en el país del aborto clandestino. Es sábado 8 de marzo. Estoy en la plaza con una mesita y unos pañuelos verdes mensaje va, mensaje viene. Escribe mezclando idiomas. Duda que esté yendo bien, tiene poco sangrado y casi nada de dolor y la remata que si no funciona se mata. La llamo varias veces, no atiende. Intento vía sms que se tranquilice, que estamos a tiempo para repetirlo. Esa noche fue larga para mí y no pude ubicarla. Al otro día llama la amiga, dice que no pudieron reconocer la expulsión del saco en la palangana y fue casi nada el sangrado. Hablamos de repetir la dosis de ser necesario y que esto que empezamos lo terminamos juntxs. Pero el lunes recibo un claro mensaje repleto de caritas felices. La ecografía dio el okei tan esperado. Me citó en un bar. Era otra. Le llevé de regalo un folleto de métodos anticonceptivos que le dibujó la sonrisa y brindamos por su viaje con varias pintas de cerveza roja.
Por ellas y por todxs lxs que ocupamos el agujero del mientras tanto el aborto sea en el hospital.
Este relato forma parte de la sección “Socorristas en red- Relatos de feministas que abortamos”, un emprendimiento conjunto de Comunicación para la Igualdad y Socorristas en Red para poner en palabras las prácticas del acompañamiento del aborto y el aborto mismo. Dicen las socorristas: “Elegimos escribir, elegimos compartir esas escrituras a modo de gesto político, para hacer que las palabras sigan diciendo algo, para seguir aportando pensamientos y acciones que nos hagan más inteligibles y visibles las prácticas de abortar, para saber más y mejor acerca de cuál es la ley que instalan las mujeres cuando abortan… para insistir e insistir…”
Publicado en Comunicar Igualdad.
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *
Comentario *
Nombre *
Correo electrónico *
Web
Guarda mi nombre, correo electrónico y web en este navegador para la próxima vez que comente.
Publicar el comentario
Δ
created with