Es marzo nuevamente. El almanaque marca el 8. Lunes. Por quinto año consecutivo se organiza el Paro Internacional Feminista. Con los cuidados que requiere la situación epidemiológica por la pandemia, las feministas nos preparamos para salir nuevamente a las calles. Esas calles que son nuestro refugio colectivo, nuestro lugar de encuentro, allí donde hacemos nuestros duelos y nuestras fiestas. Esas calles donde nos encendemos y tramamos nuevos mundos feministas, aquellos que deseamos, los mundos que nos merecemos. Esas calles en las que, de tanto insistir, conquistamos el aborto voluntario y legal en diciembre de 2020.
Me gusta pensar los paros feministas como esos acontecimientos políticos que nos amplían la mirada y habilitan nuevos posicionamientos, pero también me gusta pensarlos como el resultado de procesos de larga data, como la acumulación de experiencias activistas, como la recuperación de genealogías feministas. Allí donde confluimos las viejas, las del medio, las pibas y las que ya no están con nosotras y nosotres, pero que nos abrieron tantos caminos. Los paros feministas son un lugar al que llegamos y desde donde continuar ensanchando los márgenes establecidos de lo pensable, lo decible, lo deseable y lo posible.
Al paro, como posibilidad, lo fuimos construyendo a lo largo de los años, en todas esas luchas feministas que devinieron marea y lograron poner en el centro de la agenda política y pública muchos asuntos que se consideraban secundarios, del ámbito privado o, incluso, de menor importancia respecto de los “grandes temas de la política”. Sucedió con la visibilización que hubo desde 2015 de las violencias machistas y los femicidios. Volvió a suceder con la masividad del reclamo por el derecho al aborto en 2018 y la obtención de la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, n° 27.610, el pasado diciembre.
Un año después de la primera convocatoria masiva que vociferó el grito colectivo Ni Una Menos, en octubre de 2016 hicimos el primer paro nacional de mujeres en Argentina a raíz del femicidio de Lucía Pérez. Estar en las calles fue un modo de transitar el dolor y la furia provocadas por la violencia patriarcal, machista y femicida. Porque, lejos de paralizarnos, los feminismos aprendimos a inventar formas de hacer política desde el daño, dolor y el duelo.
Las resonancias de ese primer paro traspasaron los límites que imponen las fronteras nacionales. Desde 2017 los feminismos convocamos a huelga internacional cada ocho de marzo. Este año se cumplirá el primer lustro ininterrumpido de esta medida de fuerza en diversos puntos del mapamundi y, en ocasión de ello, me animo a esbozar algunas ideas.
Hacer una huelga y convocarla desde los feminismos es una acción política desobediente y que interpela.
La huelga feminista hace visible el ensañamiento de todas las violencias machistas sobre los cuerpos y las vidas de las mujeres, lesbianas, personas trans, no binarias y travestis. El paro es una denuncia contra un estado actual de cosas. Basta con escuchar las noticias y ver cómo se engrosa cada día la cantidad de femicidios. En los primeros dos meses del 2021 hubo 52 femicidios. Esto quiere decir que los varones nos están matando cada 27 horas. Y lo digo así porque tal como pudimos nombrarlos como femicidios, es necesario enunciar que los que nos matan son varones. Es así aunque a algunos les moleste. Serán momentos para que se planteen cómo romper el pacto de masculinidad que sostiene y reproduce la violencia femicida. También serán momentos para implementar políticas públicas efectivas, para que las instituciones estatales dejen de mirar hacia los costados y asuman la responsabilidad que les cabe. Será un tiempo de dinamitar la justicia patriarcal que tenemos para, en su lugar, construir una justicia feminista.
El paro relaciona las violencias machistas con las violencias generadas por la acumulación capitalista. Denuncia el endeudamiento, la precarización de la vida, la feminización de la pobreza. Pone en cuestionamiento una serie de jerarquías que van desde quiénes tienen legítimamente la potestad para convocar un paro hasta los mecanismos sociales encargados de ubicar las tareas de reproducción de la vida en segundo plano. Es un desacato a la autoridad verticalista y jerárquica de los sindicatos y hacia los mandatos sociales. El paro feminista desafía las nociones tradicionales de trabajo. Pone en el centro de la escena la importancia que tiene el trabajo doméstico y de cuidados para el desarrollo del sistema capitalista. La ausencia de un salario y ser realizadas “en nombre del amor” refuerzan su invisibilización. Únicamente se percibe su importancia cuando dejan de hacerse. Por eso la huelga feminista muestra el carácter eminentemente político de la estructura doméstica.
Además, la huelga feminista es un momento de encuentros: de crear nuevos mundos posibles con esas redes que nos sostienen, que nos cuidan y que cuidamos, que nos salvan. Las redes feministas con las que tramamos rebeldías e irreverencias, con las que deseamos tanto, con las que encontramos nuevas narrativas para alojar nuestras emociones, nuestros afectos, nuestras sensaciones. Es un momento de encuentro con las redes que encienden nuestro fuego feminista.
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