Mari mari, querido-despreciable abuelo

Por Melisa Cabrapan Duarte

Lo que sigue es una carta-crónica a mi abuelo Ernesto. En ella encontrarán recuerdos de infancia, escenas de violencia, silencios familiares y fragmentos de nuestra historia mapuche. Escribirla fue un modo de volver sobre genealogías cargadas de dolor, pero también de la posibilidad de nombrar lo que antes se callaba.

Nuestra relación nunca fue la del estereotipo entre abuelo y nieta. No hubo cercanía, ni cariño ni transmisión. 

Me acuerdo de las bolsas repletas de caramelos mediahora que nos regalabas –que no me gustaban–, y de chocolate rellenos de menta –que cuando se partían escupía. Hablabas como un hombre de campo, lo eras. Migraste cerca de los 40 años, con tu acento chileno a cuestas. Usabas sombrero o boina, pantalones de vestir y tu mirada era intimidante. 

Las pocas veces que viniste a nuestra casa trajiste latas de durazno, más de las que comeríamos de postre. Una vez nos regalaste zapatos que elegimos en un local de la Onelli –la avenida comercial popular de Bariloche.    

Llevabas a tu único hijo, mi papá, a pasar los veranos con tus padres, Miguel y Catalina, a Afunalhue en las alturas del Licanray, Chile. Cada vez que ibas llegabas con dinero que reunias trabajando en la construcción, y a los días te regresabas. Mi papá disfrutó mucho de esas estadías, de los animales, de todo lo que se hacía en el campo y de la dulzura de sus abuelos. Cuando se iba, Catalina lo añoraba: miraba hacia la cordillera y decía “estoy mirando a Lolito”, como le decían a mi papá de chico. Lolito estaría volviendo de cazar loros cuando los alrededores de Bariloche eran pura pampa, y apartandole comida a sus hermanas mayores, porque, como no eran tus hijas, se la mezquinabas. Mi papá era “el que siempre se comía todo”, porque a él no le decías ni hacías nada. 

Cuando fui creciendo mi papá me contó que habías salvado a la abuela de una relación violenta con un marido alcohólico, con el que había migrado desde Pucón, Chile, hasta Bahía Blanca. Él era tu compañero de trabajo, albañil también. Le prometiste una vida mejor, junto a sus tres hijas, y se escaparon a Bariloche. Sobre la calle Neuquén, a diez cuadras del centro, levantaste primero una casilla. Mi papá recuerda las ratas que se asomaban por las tablas de la pared y que lo paralizaban del miedo. Después construiste una casa de material, grande y linda, que fue para mi abuela una casa calentita para sus hijas, pero donde vos la golpeabas. Me pregunto si le diste tantos golpes como ciruelas gigantes tenía el árbol que ella plantó. Y que siendo enorme, derribaste.

También me contaron que cuando te emborrachabas te dedicabas a afilar cuchillos y a ordenarlos, instalándose el miedo en esa casa. Mi papá soñaba con crecer para poder defenderla de vos, aunque igual lo hacía como podía: colgándose de tus piernas o sosteniéndola a ella. Eso hizo que no pudiera alejarse mucho tiempo, como cuando lo mandaste a los 13 años a estudiar al liceo militar en Comodoro Rivadavia, que no pudo mantener por ese motivo. Años después, hizo la carrera de suboficiales en Buenos Aires, que era más corta. Allí conseguía pastillas para que la abuela Beba te pusiera en la comida durante la cena y te quedaras dormido. No podían faltarle esas pastillas. 

La última vez que le pegaste, o lo intentaste, fue en una navidad en la que mi papá había vuelto de Buenos Aires. Ese día no te lo permitió: lo intentaste pero él te detuvo con la trompada que te hizo caer contra el bajo mesada de chapa verde clarito, que quedó abollado para siempre. 

Recuerdo bien la cocina de la abuela. La abuela nos daba sobrecitos de té que juntaba, para dibujar, mientras horneaba una tarta de manzana que yo adoraba. Recuerdo quejarme de niña de por qué todos los días teníamos que visitarlos, aunque fueran quince minutos, a veces esperando en el auto y solo mi papá bajaba. Después entendí: era para cuidarla de vos. 

No sé cuándo descubrí lo malo que eras. Solo sé que me dabas miedo. Eras callado, pero cuando hablabas parecía que solo dabas órdenes o que estabas enojado. La muerte de la abuela Beba fue la primera que viví, tenía diez años. También fue la primera vez que vi llorar a mi papá. Le escuché decir que vos la habías matado, que su cáncer era tu culpa, que vos tenías que morirte, y no ella con apenas 55 años. 

Esa bronca lo alejó de vos mucho tiempo. Sólo te garantizó lo básico cuando envejeciste. Un incendio en tu casa y el intentar apagarlo te dejó quemaduras muy graves. Estuviste internado durante semanas. Estabas inconsciente, hinchado, con múltiples heridas. Cuando te visité en el hospital zonal, intenté acariciarte, abrazarte, pero era un gesto que no conocía hacia vos y fue muy forzado. Pero por primera vez te vi vulnerable. 

Mi papá, tu único hijo, te cuidó en su casa tus últimos años de vida. Mis hermanos más chicos tuvieron que aguantarte; yo ya no vivía en esa casa, pero los visitaba. Estabas poniéndote senil: “dejó el caballo atado?”, preguntabas cuando llegaba, y con la mirada perdida de repente decías algo relacionado con tus recuerdos más pasados. Te hacías el seductor conmigo y con mis hermanas, ni sabías –supusimos– que éramos tus nietas. 

De adulta viajé al campo con mi mamá. Quería conocer la historia de la familia, que era también tu historia. Una sobrina tuya me contó que mi bisabuela Catalina, a quien vi por última vez a los cuatro años, me llamaba “Ernestina” por vos. Me espanté, pero asumí el desafío de resignificarte. Fui a buscar nuestra identidad mapuche y, al mismo tiempo, algo bueno sobre vos. Pero no lo encontré. Te volviste más despreciable aún. 

Vos y tu hermano menor Chindo, fueron los últimos de nueve hermanos en migrar a Bahía Blanca. Según él tu madre le pidió que te llevara porque te ponías borracho y malo, y generabas problemas. Emprendieron un viaje por la cordillera, por una zona que conocían porque solían transitar a pie transportando insumos. Fue seguramente cerca de la base del Volcán Lanín donde participé por primera vez en una ceremonia mapuche llamada gejupun. Vos partiste de tu lugar de origen, yo volví y allí encontré el mundo en el que vivo ahora.  

Una noche de invierno, con lluvia persistente y olor a madera húmeda, Chindo me contó algo que ni tu hijo sabía: que “trataste a una de tus hermanas como mujer”, y que otro hermano te agarró a golpes. Desde ese día hubo un distanciamiento de por vida con tu hermana, y con ese hermano. Intuí que eso sucedió en el mismo tiempo que conociste a la abuela, cuando la ayudaste a huir del marido violento. Chindo recordó que tu plan era tomar el tren a Comodoro Rivadavia, pero la urgencia o el destino los llevó a Bariloche.

Cuando regresé a la casa de mi papá, busqué cómo contarle. Habían pasado años de tu muerte, y el haberte cuidado había puesto en pausa su rencor. Tuve la duda de contarle lo que habías hecho. Me escuchó atento, con un gesto que volvía a entremezclar decepción y vergüenza, y expresó que no lo sorprendía. Pensamos en tu hermana y él la ubicó rápidamente por ser esa tía de la que no se había vuelto a tener noticias. Nos preguntamos qué sería de ella y sentí unas profundas ganas de encontrarla. 

Pasaron poco más de dos años, y una pandemia nos confinó. Tras defender mi tesis doctoral para distraerme me descargué al celular una aplicación con la que podía completar mi árbol genealógico. La app te ofrecía información y cuando completé la línea paterna, me llegó la notificación de que había información compatible con otra persona, cuyo nombre y correo electrónico figuraba allí. Le escribí y recibí una pronta respuesta: era nieta de Miguel Cabrapan, tu papá, y de Catalina Pichinao, tu mamá, y la hija de la hermana que abusaste. 

Tu sobrina me contó que su mamá regresó a Afunalhue pocas veces más antes de que falleciera Catalina, y que fuiste el hermano cuyo nombre jamás pronunció, sin saber ella el motivo. Me gestionó una charla con tu hermana y pude conocer su voz. Estaba cumpliendo 83 años y vivía en La Pampa. Tal y como me había anticipado su hija, cuando habló del campo y de tus padres lo hizo con mucho cariño. Fue tan amable y dulce, todo lo opuesto a lo que conocí de vos. Al verla en fotos y videos, me impactó el parecido que tienen. Le prometí que la visitaría, y que me hablaría de lo mapuche, de las palabras que sabe y de lo que le gusta cocinar. Me aconsejó moler las semillas del cilantro para condimentar las ensaladas cuando le conté cuánto me gustaba y los recuerdos que me traía. 

Después de ese llamado, tu hermana le contó a sus hijos lo ocurrido sesenta años atrás. Su recuerdo sobre aquel hecho fue sentir ganas de vomitar. No fue mi intención romper silencios familiares. Menos imaginé que silencios sobre violencias te involucrarían otra vez. Sentí vergüenza de vos, bronca, angustia. Me pregunté cuántos dolores y responsabilidades esconden las genealogías familiares mapuche. 

Los abuelos alcohólicos se repiten. Los padres violentos se repiten. Los tíos abusadores se repiten. Mi hija Liq tiene dos bisabuelos mapuche que fueron muy malos con los suyos, que lastimaron y violentaron a su propia familia. Espero, de grande, poder explicarle algunos motivos de esa maldad, sin justificarla, sin dejar de condenarla a pesar de que ahora, como antropóloga, como feminista, como mapuche, te entienda un poco más. 

Pienso tal vez que el rechazo que siempre sentí hacia vos me impidió ver si había algo bueno en tu vida. Fuiste el mapuche más cercano que tuve –aunque nunca te nombraras así. Pero tu violencia me obligó a la des-identificación con todo lo que representabas. 

Hoy podemos nombrar las violencias de género, las violaciones, los abusos sexuales, el consumo de alcohol problemático. Podemos poner en palabras un daño y denunciarlo. Hoy, hijas, nietas, bisnietas, sobrinas, tenemos más chance de romper silencios porque no estamos solas. Porque se lo debemos a nuestras mayores. Porque se lo debemos a nuestras ancestras.   

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