Por Mónica Reynoso
Cuando mi confianza en la capacidad humana de crear belleza y dar felicidad tendía a perecer definitivamente, pasó por el cine la película El Jockey, de Luis Ortega. Pasó al galope. Por las salas de Neuquén pasó al galope. Como el caballo fantasmal Mishima que cabalga Remo Manfredini, otro espectro. Por estos desiertos, fue como una ráfaga su amor. Apenas dos semanas en cartelera. Si no llegaron a verla, prométanse verla en cuanto puedan. Es extraordinaria.
Evitaría la primera persona singular, vale decir, el yo, si no fuera porque advierto que poco se habla y se escribe sin la ventaja de traficar anécdotas personales, pavadas sin importancia de la experiencia cotidiana: si hace frío, si hace calor, lo que hiciste “el finde”, qué tal estuvo “el cumple”, si inflaste la bicicleta… y así de seguido. Se nota. Es un recurso tipo Rincón del Vago pero me da igual: yo también iré por la fácil y hablaré de mí misma.
Lo haré no sólo como elogio de la vagancia (hasta Byung-Chul Han recomienda el ocio) sino también porque la entrañable ceremonia de ir al cine es algo medio en desuso pero pertenece sin duda al orden personalísimo de los afectos. Una va y ocupa una butaca, calla y espera la vieja fascinación de una pantalla encendida. Una se entrega, se rinde, quiere reírse fuerte, de alegría, aplaudir, decir aaahhh en voz alta, zapatear como cuando la chica en peligro es rescatada por el muchacho. Esa locura. Al ver El Jockey me pasaron esas cosas. Después de ver El Jockey nadie sale como antes de verla.
Sigo subyugada por su irreverencia, su melancolía, su fantasía, su compasión con los perdedores, su arbitrariedad de sueño, el humor leve, el humor trágico. Las capas de sentido pugnando una bajo la otra, dando asombro y felicidad. En el lapso que dura la proyección y mucho pero mucho después también, vas sintiendo una transformación profunda de la percepción y aun de los mecanismos racionales en uso. Poderosas imágenes asedian, rostros sublimes del elenco sublime, iluminados como nunca, en escenas jamás mostradas, pensadas, imaginadas, con apenas de diálogo y mucha de la gloriosa música popular argentina, Palito, Sandro, Virus, las canciones que sabemos todos pero que estamos escuchando, aquí, en la butaca del cine, como si fuera la primera, emocionada vez. Esta película está hecha por la explosión surgida del encuentro de dos potentes reservorios creativos: la tradición y el desvío de la tradición, que no es traición. Método y vanguardia. Es magia. El legado de Favio, Almodóvar, Fellini, ¿un cuadro de Goya? Pero el mago es Luis Ortega.
¿Vos hacés terapia? Le preguntó Pergolini a Luis Ortega. A lo bruto. Ortega susurró un sí. Es un muchacho educado y tímido, de unos huesos tan delicados que una se pregunta si no se quebrarán al abrazar tanto talento. Como Pergolini, muchos fueron decepcionados por El Jockey. Se preguntan qué quiso contar Ortega, cuál es la historia. Hoy, destituida la Historia, cualquiera tiene una historia para contar. Como los que llegan a la mañana a la radio y cuentan al aire qué tal pasaron “el finde”. Yo evitaré contar la historia y las historias que contiene esta maravilla, porque la maravilla no es cosa que se narre. Con apenas dos, tres minutos de empezar, ya el arte sucede. Frente a nuestros ojos bien abiertos, bailan Nahuel Pérez Biscayart y Úrsula Corberó y nos falta el aire, se nos cae la pera, nos apelmazamos del gusto, el cuerpo nos abandona, levitamos, se apaga la máquina de pensar. Clic. “El Jockey no es un film para comprender sino para vivenciar”, escribió Julieta Aiello en Indie Hoy.
IMPERDIBLES
Las series y las películas de lo que se llama plataformas, que funcionan como un video club en pantuflas, se promocionan con textos estridentes en los que no puede faltar la palabra “imperdible”. El producto de horas y días y semanas y hasta años que lleva realizar una película, toda esa ingeniería fabulosa de centenares de personas haciendo cientos de tareas, se resume en unas líneas insípidas como éstas, de la cartelera de Netflix:
“Una aspirante a actriz y un asesino en serie que se cruzan cuando participan en un programa de citas en TV, en medio de una ola de asesinatos”.
“El inesperado encuentro entre Goyo y Eva les hará descubrir otra forma de amar y ser amados”.
“Está acusado del homicidio de su madre de 82 años. Carlos dice haberla ayudado a morir en un acto de amor. Ahora deberá defenderse no solo en la corte, sino ante los medios y la sociedad colombiana”.
La elección depende de estas reseñas escritas de apuro, al ritmo de las maratones que propone el streaming. Tienen la función de orientar una decisión y claro que orientan. Son palabras clave que iluminan el camino, como en otro tiempo la linterna del acomodador hendía la oscuridad y abría el paso entre las butacas del cine. Series y películas de las plataformas son además tema obligado de conversación. Proponen agenda. Y a no desmerecerlas. Hoy vienen siendo la puerta más accesible para salir a tomar aire un rato y evadirnos de la chatura insoportable de una vida real dentro del realismo capitalista.
Es un mundo de derrota y resignación, de decadencia, mezquindad, incertidumbre y oscuridad. Aceptación de que así están las cosas y qué le vamos a hacer. Jóvenes enfermos de impotencia y soledad vislumbrando un horizonte distópico, aceptable sólo con psicofármacos. No sé si lo notaron: estuve viendo un video sobre el pensamiento de Mark Fisher, el crítico cultural británico medio punk. Brillante. Se suicidó a los 48 años, posiblemente a causa de tanta lucidez. En algún párrafo del video se cita una frase de Margaret Thatcher: “La economía es el método. La finalidad es cambiar el corazón y el alma”.
Ajá. Con que ésas teníamos. Me perturbó notar cuánto se parece el diagnóstico de Fisher sobre este tiempo horrible del mundo con nuestro aquí y ahora, con los hermanos Fòlie a Deux a cargo del Estado Pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina. Lo recuerdan, verdad; cuánto más nos han ofendido desde esa frase pavorosa, cuánto más nos han insultado, en acto y palabra.
No deja de extrañarme con qué frescura gobernantes, diputados, senadores ¡jueces! hacen y deshacen lo que se les da la real gana, contra los intereses populares y/o para agradar al amo. Ni rinden cuentas a nadie porque nadie se las pide, ni se ruborizan ante la pregunta incómoda que tarde, mal y nunca llega. Se autoperciben inmortales, invulnerables, únicos. Ni el tiempo ni las leyes de la naturaleza lograrán alcanzarlos porque pertenecen a un tipo de héroes perfectos que reíte de Hércules.
Que alguien les avise que Chico Buarque compuso esta canción en 1970. Cuando la escribió no pensaba en ellos, ellas, nuestros invencibles compatriotas al mando, sino en la dictadura de Emilio Garrastazu Médici. El pueblo la aprendió de memoria y por acá también aprendimos a cantarla. Y la cantábamos. Cómo la cantábamos, con qué ilusión. Miren qué bonita canción, qué sabia.
A pesar de Usted (versión traducida)
Hoy es usted el que manda
Lo dijo, está dicho
Es sin discusión ¿no?
Toda mi gente hoy anda
Hablando bajito
Mirando el rincón ¿vio?
Usted que inventó ese estado
E inventó el inventar
Toda la oscuridad
Usted que inventó el pecado
Se olvidó de inventar el perdón
A pesar de usted
Mañana ha de ser
Otro día
Yo quisiera saber
Dónde se va a esconder
De esa enorme alegría
Cómo le va a prohibir
A ese gallo insistir
En cantar
Agua nueva brotando
Y la gente amándose
Sin parar
Cuando llegue ese momento
Todo el sufrimiento
Cobraré seguro, juro
Todo ese amor reprimido
Ese grito mordido
Este samba en lo oscuro
Usted que inventó la tristeza
Tenga hoy la fineza
De desinventar
Usted va a pagar
Y bien pagada
Cada lágrima brotada
Desde mi penar
Daría tanto por ver
El jardín florecer
Como usted no quería
Cuánto se va a amargar
Viendo al día asomar
Sin pedirle licencia
Cómo voy a reír
Que el día ha de venir
Antes de lo que usted piensa
Tendrá entonces que ver
Al día renacer
Derramando poesía
Cómo se va a explicar
Ver al cielo clarear
De repente, impunemente
Cómo va a silenciar
Nuestro coro al cantarle
Bien de frente
Te van a lastimar
Etcétera y tal
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