La Norpatagonia desde una mirada mapuche y feminista

Por Melisa Cabrapan Duarte* 

Esta nota de opinión se nutre de las investigaciones que vengo realizando como antropóloga feminista y de los aprendizajes colectivos del activismo mapuche que transito. 

Marcha en apoyo al Pueblo Mapuche en Neuquén, julio 2025. (Foto: Martín Álvarez Mullaly).

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Si tuviera que contarte, compa feminista, qué caracteriza a la Norpatagonia, empezaría por la tierra, su historia y las relaciones sociales recreadas con el genocidio contra el Pueblo Mapuche entre los años 1878 y 1885. Puede sonar lejano, pero las relaciones sociales actuales, cargadas de desigualdad, no solo tienen que ver con la destrucción del modo de vida de un pueblo preexistente al estado argentino, sino que esas relaciones están permeadas por las jerarquías que se impusieron con las campañas militares que “conquistaron el desierto”. Jerarquías de clase, de etnia-raza, de género y de edad. 

Jerarquías delineadas por el capitalismo, el racismo, el patriarcado y el adultocentrismo –o por un terrateniente, blanco, varón y adulto– que se hacen visibles en la respuesta a: ¿quiénes se apropiaron y repartieron la tierra de quiénes? Jerarquías que están reflejadas en quienes detentan miles y miles de hectáreas adueñándose de lagos, ríos y montañas con títulos de propiedad privada inaugurados con el avance colonial-estatal, y en quiénes resguardan y recuperan disputados territorios basándose en la ocupación tradicional. Jerarquías que definen quiénes deben sostener la vida precariamente en los barrios periféricos de las ciudades norpatagónicas.    

Si tuviera que contarte, compa feminista, qué hizo el genocidio –además de despojar y rematar la tierra al traspasar la frontera sur como su objetivo central–, diría que fue ejercer violencias físicas y simbólicas. O sea, al mismo tiempo que generó el más profundo daño a nuestros cuerpos: matanzas, torturas, campos de concentración, desplazamientos forzados y violaciones, estas violencias con efectos traumáticos provocaron el silenciamiento de la identidad de les sobrevivientes. 

Las jerarquías de las que antes hablaba fueron eficaces en instalar la imagen de los indios o indígenas –como nos llamaron– como salvajes, extranjeros, inferiores y violentos, dignos de ser civilizados y evangelizados. Hicieron callar el idioma, sometieron a los niños secuestrados a bautismos e impusieron la vergüenza de ser

Marcha en apoyo al Pueblo Mapuche. Al frente, mujeres detenidas tras la represión en la Casa de Gobierno de Neuquén, julio 2025. (Foto Martín Álvarez Mullaly).

Con el tiempo, las consecuencias del genocidio siguieron recreando las relaciones sociales que hoy marcan a la Norpatagonia: de la gente reubicada en zonas rurales distantes a las originales, ocurrieron migraciones a las ciudades, usualmente feminizadas para insertarse en el trabajo doméstico “cama adentro”, en muchos casos las mujeres siendo menores. Mientras tanto, los campos ahora alambrados siguieron siendo escenario de abusos y usurpaciones por parte de colonos extranjeros: turcos, galeses, ingleses, y también de porteños descendientes de europeos. Todo bajo legislaciones del estado moderno en consagración. Poblar la Patagonia con “ciudadanos deseables” era –y sigue siendo– el objetivo.   

Ese criterio de deseabilidad se mantuvo con las nuevas poblaciones que fueron llegando hacia estos sures: migrantes limítrofes y latinoamericanos, pueblos indígenas de otras geografías, mujeres negras. Migrantes internos venidos del norte argentino con promesas de prosperidad de los extractivismos. Otra vez, la deseabilidad configurada por las jerarquías racistas, clasistas y patriarcales inauguradas con las campañas militares y las expediciones científicas que moldearon el proyecto de nación argentina. Y, otra vez, poblaciones vedadas del derecho a la propiedad, habitando la tierra de manera irregular con las consecuencias que eso acarrea.  

Si tuviera que contarte, compa feminista, qué otros daños se manifestaron en los entornos comunitarios tras la desestructuración de la sociedad mapuche, mencionaría la pobreza, el alcoholismo, y las violencias de género y contra las infancias. Estos daños deben entenderse no sólo como instrumentos coloniales y estatales contra la sociedad mapuche sino también como consecuencias de la opresión estructural que comenzó con la “Conquista del Desierto”. En la Norpatagonia, la violencia de género es tan constitutiva como resultado del proceso genocida indígena. 

Las violencias sexuales y el alcoholismo, recurrentes en nuestras historias, aparte de provocar fragmentaciones y enfrentamientos internos familiares y comunitarios, afectaron en muchos casos la propia identificación mapuche. Nuestras abuelas, bisabuelas, tías, se desvincularon de sus orígenes porque asociaron lo mapuche con ese dolor. Lo rechazaron y se des-terraron a sí mismas. Otra vez, la tierra.     

Pero las nuevas generaciones que nacimos de esas historias estamos luchando juntas contra el trauma colonial-estatal y patriarcal. Estamos buscando explicaciones, pero también responsabilidad y reparación. No alcanza con ubicar a los violadores únicamente como víctimas también del genocidio. Todo el Pueblo Mapuche lo es, y no todes hemos ejercido –o ejercemos– ese daño. Desde distintos espacios de organización –intracomunitarios, intercomunitarios y con articulaciones feministas– las mujeres mapuche estamos construyendo formas de enfrentar las violencias: recuperando la justicia mapuche, elaborando protocolos de acción para nuestras jurisdicciones comunitarias, y haciéndolos conciliar con herramientas de la justicia ordinaria. 

Pu zomo calientan los kulxug alrededor del fuego para la ceremonia. (Foto: Brenda Ofak).

Si tuviera que contarte, compa feminista, qué más estamos haciendo las mujeres mapuche en nuestra agenda de género, diría que estamos también ocupadas en restituirle el valor al cuidado. No sólo en su politicidad, que atraviesa a los feminismos y transfeminismos en Argentina –y que recientemente obtuvo el reconocimiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos como un derecho–, sino en señalar su papel crucial para la defensa territorial. Para nosotras, al igual que para otras mujeres indígenas, el cuidado personal, familiar y territorial están integrados entre sí. Esta visión cuestiona la tendencia exclusivamente antropocéntrica que suele predominar: no se trata nada más de las personas, sino también de –lo que occidente impuso como– la “naturaleza” que, además, hace posible el cuidado humano.  

Cuando el estado argentino creó los territorios nacionales de Neuquén, Río Negro y Chubut, en pleno avance militar, las tierras no eran como las fértiles llanuras de la Pampa Húmeda, pero se podía proyectar la ganadería y la irrigación a través de la construcción de embalses. Si la “naturaleza indómita” de los indios podía someterse y domesticarse, ¿por qué no la naturaleza misma? No importaba en esa lógica que la tierra fuera improductiva y que los desplazados se reubicaran en lugares como Añelo –hoy epicentro de Vaca Muerta– o en la Línea Sur rionegrina. Sí les importa ahora, y desde las últimas décadas, a los extractivismos petrolero y megaminero. Los “indeseables” volvemos a molestar. Y nos vuelven a violentar como con la represión que sufrimos el pasado 20 de julio en la capital neuquina. 

Concesiones extranjeras, re-estatizaciones a medias con pretensiones nacionales-populares, y proyectos de soberanía energética, se entrelazan con historias de remate y apropiación de tierras a fines del siglo XIX y con nuevos títulos de propiedad privada otorgados en dictadura, con la familias mapuche adentro. Ellos –gobiernos, empresas y privados– nos acusan de ser comunidades inventadas, de ser “maputruchos”, de tener intereses económicos en la explotación que destruye la tierra que habitamos y cuidamos desde siglos. Ellos detestan que hayamos roto las cadenas con las que trasladaron a nuestros antepasados a campos de concentración, que hayamos perdido el miedo y la vergüenza que nos impusieron, y que hoy resurjamos en nuestras identidades mapuche con más conciencia, orgullo, organización y derechos. 

Y si tuviera que contarte, compa feminista, cuál es el proyecto de vida que estamos reconstruyendo como Pueblo, como organizaciones políticas mapuche y como comunidades –con diferencias internas propias de nuestra diversidad–, te compartiría que se trata de un modelo que cuestiona profundamente la propiedad privada con orígenes colonialistas y genocidas. Nos basamos en otra concepción de la tierra: comunitaria, como bien común, intransferible y bajo el ordenamiento y consentimiento mapuche sobre cualquier intervención que pretenda realizarse sobre ella.

Es un modelo que rechaza los valores capitalistas y extractivistas que hoy dominan la Patagonia, recuperando la cosmovisión del Kvme Felen –Buen Vivir–, donde las personas somos un elemento más de la biodiversidad en constante interacción. La lógica moderna de superioridad humana para alcanzar el supuesto “desarrollo” y “civilización” no hizo más que destruir el entramado de vidas que nos sostiene y, a la vez, requiere: las fuerzas del agua, del aire, del suelo, de las plantas, de los animales, de las montañas y mesetas, de lagos, ríos y mares. 

Por eso, no se trata solo de nosotres. No se trata únicamente del Pueblo Mapuche. No se trata sólo de nuestros territorios. El devenir de los caminos que nos hicieron y siguen haciendo confluir busca todavía reparación. Y en esa reparación, la sociedad argentina –y en especial la patagónica– es parte. Las distintas luchas sociales en el sur, a lo largo de las últimas décadas, nos han entrelazado. Los aportes han sido recíprocos y los paternalismos, poco a poco, se fueron transformando en disputa y en reconocimiento de nuestra propia agencia y nuestras propias demandas. Demandas sostenidas en derechos ganados, pero en proceso aún: por la libredeterminación, por la plurinacionalidad, por el relevamiento territorial y el registro de las comunidades, por la interculturalidad –en educación, salud y justicia–, por territorios libres de violencias y, entre tantas otras, por la reparación del genocidio.

Y no estoy segura, compa feminista, de que hasta ahora nos hayamos entendido. Creo que nos debemos más conversaciones críticas y sinceras.  

Pu zomo de Puelmapu en 36° Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Trans, Bisexuales, Intersexuales y No Binaries, Bariloche, 2023. (Foto: Pablo Candamil).

*Melisa Cabrapan Duarte es antropóloga social, licenciada (UNRN) y doctora (UBA). Se formó en Antropología Feminista y Estudios de Género estudiando los mercados sexuales y la migración de mujeres en contextos petroleros. Es ingresante no efectivizada a la carrera de investigadora de CONICET, por las medidas de ajuste del actual gobierno, e integrante del IPEHCS/CONICET/UNCO. Es mapuche feminista, kona de la Confederación Mapuche de Neuquén y de Pu Zomo Consejo Zonal Xawvn Ko, organización de mujeres del encuentro de los ríos o de -la mal llamada- Vaca Muerta.

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