UN VIAJE, EL VIAJE

Tirito todavía. Fue un sueño, sólo un sueño. Cuando despierto, espero que alguien me diga que sólo fue un sueño, y que ese alguien me apapache. Abro la ventana. Con la luz suave pero todavía potente de este sol precioso de otoño, la angustia y el desasosiego se disipan. Sombras y fantasmas huyen alarmados por la claridad diurna, pero el sueño persiste y quiere ser atrapado.

Es un aeropuerto o algún no lugar de ésos donde circulan personas vaporosas como tules. Van y vienen, no nos miran, no nos registran, no somos interesantes para sus miradas distraídas que no encuentran ni buscan nuestra mirada. Una voz avisa que el vuelo está por partir; lo repite y lo repite como en loop. No invita a abordar el avión, lo ordena, manda a hacerlo. Parece –los sueños tienen que ser imprecisos- que estoy entre los pasajeros de ese vuelo. Sin embargo no estoy preparada para embarcar y, pancha, calculo que habrá tiempo de ir a casa, recoger el equipaje y volver al aeropuerto. Pero mi cálculo falla. No hay tiempo. Es ahora. Maravilla del inconsciente, gran editor: de pronto estoy en el pasillo del avión tratando de convencer a una mujer que parece ser una azafata de que me esperen, que buscaré mis cosas y ahí sí podrá salir el avión. Y ocurre que aun en el delirio donde se desenvuelven los sueños, en este sueño mío surge cierta lógica, un argumento que me deja abatida. La presunta azafata, que dobla unas telas como cuando estamos por planchar la ropa, me dice, con mirada compasiva, que el avión está despegando. Un poco desesperada le cuento que no tengo equipaje, ni documentos, ni plata, que estoy, como se dice, con lo puesto. Ella me tranquiliza y me dice “ya te vas a acostumbrar”. Corte. No hay más azafata ni diálogo. Con sorprendente sentido de la practicidad, repaso las dificultades que me esperan en destino, un país extranjero. Trabajaré por la comida, alguien me alojará, puede que me dé frío, me presentaré en la embajada para tramitar mis documentos. Y entonces advierto que este vuelo me está distanciando (¿para siempre?) de mi casa, de mi hija, mi perra, mi gata, mis amigas, mis amigos, el río, el jardín, mis cosas… y sobreviene la angustia, cae como lápida en el pecho que jadea de terror y pena.

Todavía aturdida por la pesadumbre puedo reconocer cuánto de verdad trae ese sueño a mi vida. Y la verdad, aunque paralice de dolor, es siempre un alivio y un consuelo. Despojados de todo nos embarcamos en un viaje que hemos previsto y quizás esperado, pero que ha llegado sin aviso.  Aun así lo abordamos. En soledad. Incrédulos. Temerosos, desnudos. Ignorantes de todo salvo de nuestra inmensa fragilidad. En medio de un viaje misterioso que es el vivir, para el que no sacamos pasaje pero aquí estamos, tan en tránsito, irrumpe como un rayo el gran viaje, el de ida. Va a un lugar desconocido donde siempre hace frío, donde no es posible correr las cortinas para que entre la luz, donde no hay respuestas, sólo silencio.

Como las imágenes del sueño, un poema me ha asediado hoy. Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, es la novela histórica más perfectamente conmovedora que he leído. Termina con estos versos cuya belleza paralizan de emoción, tanto en latín por su musicalidad como en esta traducción de Julio Cortázar:

«Animula, vagula, blandula

Hospes comesque corporis

Quae nunc abibis in loca

Pallidula, rigida, nudula,

Nec, ut soles, dabis iocos…»

“Mínima alma mía, tierna y flotante

huésped y compañera de mi cuerpo

descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos,

donde habrás de renunciar a los juegos de antaño.”

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